sábado, 26 de abril de 2008

La sonrisa vertical.


Habían inhumado a una actriz que había sido cliente mía, una mujer ni guapa ni fea, suficientemente insignificante como para parecer que jamás tenía que inspirar sentimientos extremos. Tan pronto como me enteré de su muerte, la deseé vivamente. Llegué al cementerio bajo una lluvia torrencial que sin duda no iba a facilitarme las cosas. Como suelo hacer, descerrajé la cabaña que contiene las herramientas de jardinería y me hice con una laya. Siempre trabajo con extrema rapidez y jamás necesito más de una hora para abrir el foso, bajar a él, levantar la tapadel ataúd con el cortafríos y, una vez cargado el cadáver, trepar gracias a una técnica cuidadosamente ensayada. Entonces sólo me resta el traslado hasta mi coche, y la única dificultad consiste en izar el cuerpo por encima del muro, con ayuda de una cuerda.
Aquella noche, la tremenda lluvia demoraba mis movimientos; empapada de agua, la tierra estaba pesada. Por otra parte, los meteorólogos habían predicho que la lluvia duraría unos quince días y yo no podía esperar tanto. Cuando salía penosamente de la fosa resbaladiza con mi fardo, vi a un hombre que se ocultaba detrás de una lápida para espierme. Su gruesa silueta y su nuca rechoncha se destacaban con claridad sobre el fondo de la noche. Un miedo atroz se apoderó de mí. Aquel hombre pensaba seguirme, quizá matarme. O tal vez, se disponía a denunciarme. Sin saber lo que hacía, abandoné a la actriz y escapé con la máxima rapidéz que me permitía mi angustia. Salvé la pared de un salto y solo al llegar a mi casa recuperé poco a poco la calma. Estaba seguro de que no me habían seguido; me había librado de él.
A la mañana siguiente, la lectura del periódico me procuró una abominablesorpresa. Habían encontrado en el cementeriode Montmartre el cadáver de una actriz muy conocida, despojado de sus ropas, destripado y horriblemente mutilado. La lluvia había borrado la huellas. El hombre repugnante que me había espiado había recogido el fruto de mis esfuerzos. ¡Que horror! Me eché a llorar de despecho y pena.

El necrófilo
Gabrielle Wittkop

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